Mitologías... y la cucaracha
Sábado 12 de julio de 2025
Recuerdo que Hugo Mujica contaba que un día, cuando vivía en los EEUU, estaba recostado en un sillón y miraba cómo una cucaracha iba y venía por el techo. Y que en un momento la cucaracha cayó sobre su pecho. Y que allí comprendió que esa etapa de su vida había terminado. Y entonces, tomó la otra bifurcación del camino.
Todos tenemos nuestras propias mitologías. A veces más conscientes, a veces menos.
Hitos, momentos, personas, que de una u otra manera empiezan, finalizan, terminan, inician, nos muestran algo que queda en nuestra historia como un hito. Como un momento de quiebre, una bisagra. Un punto en el continuo incomprensible y abismal de esto (incomprensible y abismal) que llamamos vida.
Entre esos momentos, entre esas escalas o boyas recorremos el camino y vamos construyendo nuestro propio destino; o aquello de nuestro destino que podemos construir ("No te rindas… en algún recodo de tu encierro / puede haber un descuido, una hendidura…").
Y así, nos contamos nuestra propia historia.
Una historia a la que miramos y que nos enorgullece o nos avergüenza. O ambas cosas. U otra.
Y es en esta mirada, en esta mirada de la historia que construimos a partir de las boyas cómo se va dando nuestra manera de amarnos o de no amarnos. Y allí, creo, se juega la modalidad (los músicos sabrán a qué me refiero) de la vida vivida.
Por eso, momentos, encuentros, lugares, situaciones. Decisiones que nos llevaron (o, mejor dicho, nos trajeron) aquí donde estamos. Que nos hicieron ser quienes somos, al menos hasta ahora.
Como aquella noche de 15 horas (los que me conocen reconocerán cansados una vez más la misma historia) que pasé en la terminal de ómnibus de Río de Janeiro, sentado en el piso entre bolsos míos y de una novia que tenía en aquel momento (pero que había vuelto en avión) esperando un micro que me traería a Buenos Aires después de un viaje de 32 horas. Esa noche que pasé en la terminal porque no tenía dinero para pagar un hotel y en la que me puse a pensar cómo había llegado hasta allí, cómo era que con un título bajo el brazo no tenía dinero para pagar una noche de hotel y cómo estaba en un país que no me gustaba, volviendo a la casa de mis padres (a la que no quería volver) y a una ciudad que me esperaba sin trabajo y sin lugares para mí.
Esa noche en la que cayó la cucaracha sobre mi pecho y en la que me dí cuenta de que todo lo que tenía en mi vida era, de una u otra manera, fruto de mis decisiones. Pero no sólo todo lo que me gustaba de mi vida sino también esa noche, esa terminal y esa casa a la que estaba volviendo. Esa noche en la que dejé de sentirme víctima y miré a los ojos a mi soberbia (como la de todo adulto que se siente víctima) y empecé a darme cuenta de que era el artífice de mi propio destino, o de aquello de mi destino que podía construir ("No te rindas… en algún recodo de tu encierro / puede haber un descuido, una hendidura…").
Y entonces, llegué a Retiro (32 horas después), un domingo al mediodía, dejé los bolsos en el piso, tomé el teléfono público (esos de los fines de los 90) y llamé a mi psicóloga (a quien no veía hacía como un año) y le dije que necesitaba que me atendiera. Y que no podía pagar los $50 que ella cobraba (no, no me falta ningún 0) pero podía pagar $25 (aunque en realidad tampoco podía). Ella me dijo "$25 no, pero puedo cobrarte $30". Y yo dije "bueno". Y tomé la otra bifurcación del camino.
Boyas, escalas, momentos, situaciones, personas. A veces, una cucaracha.
La propia mitología, los propios eventos con los que vamos hilvanando la vida.
Como aquella boya, de hace 26 años.
Y aquí vamos.